Siempre se suele decir que detrás de un gran hombre hay una gran mujer, aunque en realidad, en la mayoría de ocasiones esté a su lado, e incluso delante. La frase, repetida una y mil veces, conserva ese olor a rancio sexismo que interpela a la mujer como manipuladora, detrás de los designios de lo que manda hacer el potentado de turno. Ante la imposibilidad, durante muchos siglos, de alcanzar por sí mismas el poder, las mujeres se han asegurado de tenerlo a través de sus esposos, de sus maridos nobles y gobernantes. Manipulándoles, consiguiendo hacer de ellos simples marionetas guiadas por sus deseos, para mandar desde las sombras. No han sido pocos los casos donde se ha dado esta situación, en grandes imperios y en pequeñas naciones. Pero el de Teodora no fue el caso. La emperatriz de Bizancio gobernó codo con codo con su marido, sin la necesidad de “ocultarse” tras de él, a pesar de que no contaba con el beneplácito de todo el pueblo.
Y es que Teodora había conseguido llegar al poder como Emperatriz de Justiniano después de tener una juventud muy azarosa. Después de quedar huérfana junto a sus hermanas, por la repentina muerte de su padre, Teodora trató de salir adelante como pudo en el Hipódromo de Constantinopla, el lugar de ocio de la ciudad. Con malabares, con música, con diversos trucos que apenas daban para comer y sobrevivir. Por eso cayó rápidamente, y siendo aun menor de edad, en las garras de la prostitución. Un oficio habitual en la zona y en la época, que sigue persistiendo aun siglos después como una alternativa para muchas chicas que se ven desvalidas. Solo que Teodora había nacido para hacer grandes cosas, e incluso logródestacar siendo una prostituta, porque no era una amante cualquiera. Llegar a ser emperatriz después de cargar con un pasado como ese ya da buena cuenta de la astucia y el tesón de la joven. Las crónicas hablan, además, de una emperatriz justa, ecuánime y muy enamorada de su marido, a quien ayudó a crear una época de esplendor en Bizancio. Esta es su historia.
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